Por raquel Rodrigues 17 / 2/ 2016
El fin de semana pasado asistí por primera vez a una corrida de toros, porque no quería seguir cayendo en el mismo error que tanto cometemos de juzgar algo sin conocerlo. Sinceramente fui asustada y pensando que tal vez iba a llorar desde el inicio o a morir de tristeza y salirme en la mitad de la corrida, sin embargo, fue un espectáculo lleno de sorpresas, en el que me emocioné y viví unas horas de admiración total al arte que es esa danza entre la vida y la muerte.
Ahora entiendo con propiedad por qué la gente se apasiona tanto por los toros, después de asimilarlo puedo asegurar que disfruté profundamente de toda la estética que acompaña la corrida, como por ejemplo, el silencio casi absoluto en el que queda un coliseo expectante segundos antes de la estocada final, de la danza que realizan los matadores y banderilleros, de los aplausos, de los pañuelos blancos, de los claveles rojos, de la música en vivo, los “olé” que contagian y por supuesto, el lucimiento del toro.
Seguro algunos leerán esto y sonreirán como el que sonríe cuando lo comprenden después de ser juzgado por tanto tiempo, otros leerán y arrugaran la frente como el que no entiende pero tampoco desea entender, los otros con más confianza me expresarán su desacuerdo por aquí o de manera privada y seguiremos cayendo en el mismo error de rechazar lo ajeno y lo desconocido.
Hoy, después de pensar en esa faena, le agradezco a esos taurinos que nos acogieron sin recelo y que sin pedírselo comenzaron a enseñarnos con entusiasmo todo lo que debíamos saber con respecto a una corrida -como si pudiéramos aprenderlo todo en un solo día-, gratifico a José Fernando Valencia, que después de tanto tiempo insistiendo me convenció de asistir, y gracias a él y todos aquellos que nos acompañaron es que hoy no me da pena decir que salí feliz de mi primera corrida de toros y además volvería otra vez y otra vez.
