La tauromaquia frente a los nuevos administradores de la moral
En el mundo occidental y en pleno siglo XXI, ahora mismo, hay corrientes ideológicas que consideran que su visión sobre un concreto aspecto de la vida, la naturaleza o la sociedad es la única posible y aceptable, y por ello quieren imponerla a todos los demás. Creen que hay un canon moral, que lo representan ellos y que el resto tendrá que reconocerlo y someterse a él. Que saben mejor que tú mismo cómo debes comportarte. Y es que, como dijo en este mismo periódico la profesora Elvira Roca Barea en una recomendable entrevista, desde que las iglesias han dejado de elaborar la moral social, han aparecido una serie de administradores de la moral que son los que vienen a decirnos qué tenemos que creer y pensar.Para los seguidores de estas nuevas religiones laicas, sus propias opiniones se asientan como verdades incuestionables. Frente a ellas no cabe la libertad de pensamiento y actuación, la discrepancia o la duda. Asumen que sus creencias son un avance social objetivo, por lo que las que se opongan a ellas son, en consecuencia, un retroceso y un mal que es preciso combatir. Con todas las armas posibles.
Una de estas religiones la constituye el llamado animalismo radical. Sus adeptos han declarado la guerra santa a la tauromaquia -y no solamente a ella- manifestando además un profundo desprecio personal por los aficionados a los toros y por su deseo de acudir en paz a un espectáculo regulado por normas democráticas, al que leyes y sentencias proclaman como patrimonio cultural de España. Para estos nuevos administradores de la moral eso es indiferente, y se asignan el derecho a impedir como sea que esa fiesta se pueda celebrar. Porque, dicen, tenemos razón, eso es un dogma, y cuando se tiene razón, es lícito pasar por encima de las leyes o de la dignidad de las demás personas. No es reprochable insultar, humillar o amenazar si el fin es el correcto.
Esta policía del pensamiento ataca de muchas maneras y en todos los frentes. En la reapertura de la Santamaría, en Bogotá, centenares de animalistas acosaron, insultaron y atacaron durante horas a los pacíficos aficionados que acudían a ver la corrida de toros. Ha sido tan grave, que el antitaurino alcalde de la ciudad ha prohibido las manifestaciones de protesta cerca de la plaza. Lo que, por cierto, también ha ocurrido en la culta y desacomplejada Francia.
No faltan tampoco las pintadas injuriosas, las intimidaciones a los que van a comprar una entrada o los apedreamientos. Pero el medio por excelencia para que los neoinquisidores puedan dar curso a sus autos de fe, es, naturalmente, el de las redes sociales. Todos hemos leído con horror mensajes feroces, deshumanizados, bestiales, con ocasión de la muerte del torero Víctor Barrio, o del festival a favor del niño Adrián, que quiere ser torero. Otros mensajes, no menos lamentables, vienen de la propia organización animalista española. Esto se escribió en su cuenta de twitter: "la vida de cualquier animal vale más que la del humano capaz de torturarlo", lo que constituye la perfecta definición del dogma supremo de esta religión (y una absoluta barbaridad). En otro tuit muy revelador, consideró que el dinero que había recaudado una asociación juvenil taurina vendiendo bolígrafos para un fin benéfico era "sucio", y lo equiparó al obtenido por el narcotráfico, haciendo iguales éticamente una actividad benéfica y un muy grave delito. En otro mensaje más, acusó a los que los que practican el deporte de la caza, por el mero hecho de serlo, de ser más proclives a cometer asesinatos. Todo ello revela no ya sectarismo intelectual, sino algo mucho peor: odio al que no piensa y vive como ellos quieren.
Es obvio que existen multitud de personas que son lícitamente contrarias a los toros, incluso partidarias de su prohibición, pero son respetuosas con los que disfrutan de ellos y rechazan cualquier violencia física o verbal. El mismo respeto que ofrecen es el que merecen. Aquí sin embargo estamos hablando de comportamientos muy distintos.
La existencia de este tipo de movimientos de administradores de la moral no solamente es perjudicial para los taurinos o los cazadores. Lo es para toda la sociedad por lo que supone de dogmatismo, imposición y ataque a las libertades de los demás, actitudes que no podemos necesitar menos. Ser taurino, declararlo y demostrarlo en tiempos tan incómodos adquiere, así, por la fuerza de los acontecimientos, una significación inesperada de resistencia cívica frente a la intolerancia, de freno para evitar que se crean con autoridad para dictarnos las reglas de comportamiento, de exigencia de respeto a la libertad individual y de pensamiento y a las opiniones de los demás. Y en este sentido constituye un beneficio para toda la sociedad civil, tanto a la parte que le gusta los toros, como a la que no.